domingo, 27 de marzo de 2011

La verdad sobre Cronos (microrrelato)

     Era el vigésimo séptimo “tac” que escuchaba esa mañana. Hacía veintisiete segundos que se había despertado y el ruido del reloj se le clavaba en los oídos dejándole una horrible sensación de presión en la cabeza. Era común en él despertarse de mal humor, pero aquella vez fue diferente. El sonido lo enloquecía.
Se vistió lentamente, odiando cada segundo representado por el sonido más irritante que se le presentaba en la tierra, redundante, tedioso, antinatural, como si hubiera sido concebido por vaya a saber qué fuerza malévola, con el solo fin de hacer desvariar al hombre.
     Siguió escuchando todo el camino del baño a la cocina, y trató de esconder ese rumor metálico con sus propios pasos, chasqueando los dedos, chistando, hasta gimoteando falsamente. Era peor. Con cada actitud sentía una angustia creciente, la de acatar muy a su pesar una especie de orden implícita, en una morbosa ronda de juego en la que él interpretaba a un esclavo. Ni siquiera hubo otro “tac” cuando ya estaba decidido, pero de puro condescendiente le dejó sonar una vez más antes de quitarle las pilas al de la pared.
     De nuevo en la habitación, el despertador era mutilado con lascivo placer. Primero la tapa, luego la pila. Resortes y chapitas de un plateado aún desafiante sonaban al desprenderse, pero no como ese ruido acuciante y desesperado (o más bien desesperador), sino como con algo de displicencia y hasta melancolía, la de saber quizás que nunca más volverían a enloquecer a otro ser humano. Era como una especie de llanto, pero agradaba. Hasta casi le pareció ver en cámara lenta cómo suplicaba en su repentino viaje gravitatorio, hasta que la inercia desparramase los pequeños fragmentos de plástico verde y blanco, los diminutos engranes y demás componentes al encontrarse con el duro piso de baldosas. Eso le clavó una sonrisa en el rostro. Estaba agitado y ansioso de terminar la labor más beneficiosa y catártica de su vida.
     Todos los dictadores aparatos de la casa fueron aniquilados, destrozados, hachados, ahogados, hasta terminar en una improvisada hoguera en la parrilla del patio. Y fue allí, mirando los restos carbonizados, cuando su vista se topó con sus manos renegridas de plástico y madera quemada y advirtió al sol reflejando y dando vida al color de su piel. El sol. En algún momento se arrojaría al horizonte, y por su bienestar debía impedirlo.
     Entró apresurado a la casa para ocultarse de aquél traidor. Ese gigante había arruinado la meta del día, y la más importante que ahora tenía. En sólo unos minutos estaba trabajando en la repentina segunda fase del plan. Tapió las ventanas, colocó manteles replegados en los ventiluces, cubrió con cinta negra los espacios de luz en las puertas, hizo todo lo que se le ocurrió para ocultarse del sol. O de la luna. Si no los podía ver, estaría a salvo de su accionar peligroso.
     Pero no se detuvo. Desconectó el televisor, que tenía programado para encenderse a las nueve, el reproductor de música con reloj digital, el microondas, todo aquello que pudiera perseguirlo con ese veneno encima, el más letal que el hombre hubiera creado.

     Ya no sabía cuánto había pasado cuando terminó de acustizar la casa, de modo que no pudiera oír nada de lo que pasaba afuera. Y habiendo concluido, miro sus pies sostenidos por el piso, y luego su rostro en el espejo, como buscando algún cambio, o quizá la falta de aquél. De nuevo la sonrisa se fue dibujando, flexionado y contrayendo cada músculo de su cara. Lo había conseguido. Había vencido al tiempo. Se acababa de librar de una de las ataduras más engañosas y angustiantes que el hombre se ha dispuesto para su vida.
     ¿Qué pasaría ahora? ¿Acaso se habría vuelto inmortal, un ser infinito? Estuvo a punto de pensarlo, pero no se atrevió a terminar tal acceso. A decir verdad, la idea le aterraba un poco. Simplemente se sentó en  la silla de la cocina, justo la que estaba debajo del difunto reloj, a imaginarse sus propias palmadas en el hombro y suspirar triunfante.
   
     Hasta que luego fue luego.

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